jueves, 1 de diciembre de 2011

El tiempo parado (Género Narrativa)

Tras la muerte de la abuela se decidió repartir las dos casas que poseía entre los dos hijos que le quedaban, tocando en suerte al menor de ellos la casa del pueblo.
En el lugar dónde nació y vivió hasta los 18 años, momento en el cual como era costumbre tras las fiestas de Quintos  (fiesta que se hacía en los pueblos por tradición para despedirse de los que en aquel año comenzarían el Servicio Militar Obligatorio) solía emigrar la juventud a la Capital con la esperanza de correr mejor suerte, encontrar un trabajo, casarse y comprar una casa para formar una familia, ya que el campo cada vez era más difícil y costoso de trabajar y primaba la industria: se necesitaban obreros y no faltaba el trabajo.
La verdad es que él no tenía nada que ver con el carácter de ese pueblo, de hecho le apodaban “el alegre”, más maliciosamente que porque realmente les pareciera que lo era, pero aún así lo cierto es que siempre estaba de buen humor y no le importaba mucho lo que los demás pudieran hacer o decir siempre y cuando no se metieran en su vida., por el contrario sus paisanos –castellanos cerrados- eran hoscos, huraños, y su entretenimiento favorito era saber y curiosear (más bien cotillear) lo que hacían los otros para después criticarlo y cambiarlo de versión a su antojo. Gente de campo, recia y cerrada.
Era un pueblo dónde en verano literalmente te cocías en la calle –aunque de noche no te sobrara la chaquetita- y en invierno te congelabas, eran casas de adobe (amarillas) que guardaban una temperatura siempre fresca, por lo que dormir allí fuera la época que fuese del año resultaba agradable. Apenas había árboles, dos o tres a la entrada del pueblo, sin río, sin fuentes, sin más verde que el verde el trigo en primavera. Allí se hacía más fuerte que nunca la frase “ancha es castilla” y sí, lo era, era anchísima, subiendo a cualquier atalaya se podían divisar todos los pueblos de alrededor, apenas había cuestas, todo llano, todo árido, todo plano, silencioso. Pasear por allí era ir casi por un pueblo fantasma en el que sientes al andar que te están observando como antaño, como siempre, porque allí parecía que ni el tiempo ni el progreso le afectaban.
Se había casado con otra castellana, adelantadísima a su época y de un pueblo radicalmente opuesto al suyo, por lo que a su mujer no le atraía nada en absoluto el pasar los veranos en ese pueblo anclado. Pero fatalidades del destino el mismo día que murió su madre, murió su suegra y ésta no tenía más casa que la casa dónde vivía y la cual habría de repartirse entre sus cuatro hijos.
Su madre al menos lo dejó fácil, dos hijos dos casas: la de Madrid comprada con su marido para estar cerca de ellos y más de su hija, que enviudó muy joven con cuatro niños a su cargo y la del pueblo, para pasar los veranos por allí, llevarse a los nietos,  no perder recuerdos y no olvidar sus orígenes, porque aunque el tiempo hubiera pasado, la casa no había cambiado ni permitirían que cambiase, como buenos castellanos cerrados. La abuela era de las que tenía alergia al progreso, todo eran para ella “cicadicas y sandeces”, una mujer dura, recta, educada en el matriarcado y tan celosa de su intimidad que ni sus hijos supieron hasta el último minuto de su enfermedad y desafortunadamente, cuando quisieron enterarse, fue demasiado tarde.
Perdió la alegría el día que falleció su marido, parecido de carácter a su hijo, un hombre cantarín, valiente que no se pensó mucho el venirse a Madrid y trabajar en una joyería en el barrio donde habitaban sus hijos pese a que a su mujer dejar el pueblo le supusiera dejar casi todo de ella misma, aunque como buena madre, por sus hijos cualquier cosa, porque si bien no les daba mucho cariño y era muy severa con ellos, ellos eran su vida. La vida de los dos.
Según encauzaba la entrada del pueblo, cayó en la cuenta de que habían talado dos árboles desde la última vez que había estado allí y no tuvo valor para entrar por la plaza, así que decidió tomar el camino de las eras y entrar por la trasera en la casa, así evitaría las preguntas, los pésames –sentidos o no- y sobre todo las explicaciones, el volver a repetir una y otra vez lo mismo.
En la guantera del coche la llave de la entrada, una llave enorme de hierro que pesaría más de medio kilo y junto a ella la llave del corral sobre la última fotografía que tenían su hermana y él junto a sus padres, allí en la puerta de la entrada, por capricho de su padre, el último día de la fiesta de los Quintos, casi cuarenta años antes.
La sacó de la guantera y pensó entonces que su padre quizá intuyó que nunca se volvería a repetir ese momento, que habría más o faltaría alguno, pero que o en ese momento o nunca: los cuatro solos y pese a que su madre puso el grito en el cielo cuando el fotógrafo les dio el precio, poco le importó, recordó como su padre le puso el brazo encima del hombro y su madre abrazó a su hermana,  y que miraron con curiosidad a la cámara y de cómo se rió con su padre por lo absurdo de quedarse quieto y posar por posar sin ser modelos. Cuando acabaron de hacerse la foto su hermana y él no pudieron contener más la risa y su madre entró como una exhalación dentro de la casa y como siempre su padre detrás diciéndole “!Mujer…no seas tan cerrada!” y el fotógrafo tras de ellos para cobrar y que le dieran el nombre exacto para mandar la foto, lo que hizo que se rieran todavía más. Esto le provocó una sonrisa a la par que sintió cómo las lágrimas le inundaban los ojos.
Y es que por un momento había vuelto a aquellos años, a aquel momento y había sentido el brazo de su padre y hasta le había parecido ver a su madre, e incluso la calle, el pueblo y hasta la ventana de la vecina estaba entreabierta y seguro que le estaba vigilando tras “sentir” (como se decía por allí) el coche, todo estaba igual, la entrada era la misma de la foto, pero ellos no estarían nunca más.

2 comentarios:

  1. Bellísimos relatos, hermosa damisela.
    Sigue adelante.
    Besotes

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sigo escribiendo. Me costó, pero sigo adelante. 😘😘😘

      Eliminar